Fidelia

Nunca supe su apellido. Fidelia venía a casa regularmente, pero era imposible agendar sus visitas. Aparecía y ya. Ignorábamos su teléfono, dirección o alguna información más privada. Cada que llegaba, mi madre y abuela la recibían con un “¡dónde te has perdido, pero que bueno que viniste!”.

Y es cierto. Su llegada siempre era bienvenida. Fidelia era una costurera de mucha calidad, dominaba el “zurcido invisible” con el que impresionaba a propios y extraños. A su arribo, una canasta de ropa le esperaba: botones que poner, calcetines que zurcir, camisas que coser, trajes que adecuar. Una parte del trabajo lo hacía en casa, otra se la llevaba, y todos esperábamos con ansias su próxima visita.

Eso sí, Fidelia tenía fama de floja. No hacía otro trabajo que no sea el de su oficio. Dificilísimo meterla a la cocina, no a cocinar, sino a lavar platos, ordenar trastes y servir el té. Por ello mi abuelita, especialista en categorizar a las personas que hacían servicios, le puso el apodo de “mano sobre mano”. Yo nunca entendí tal sobrenombre, hasta que una tarde la vi, sentada frente a la televisión “mano sobre mano”. Tal cual. Tenía la capacidad de quedarse toda una tarde, sin exagerar ni un minuto, viendo la tele en la misma posición, hasta que cayera la noche y llegara la hora de partir.

Ignoro el paradero actual de Fidelia, la fiel, pero los botones que cosió a mis camisas siguen tan firmes como la memoria con la que hoy la evoco.

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