La pedagogía del embarazo

Aquella tarde, mi hijo de trece años llegó a casa avergonzado. Unos días atrás, la maestra de Formación Cívica y Ética –de segundo de secundaria- les había dado una tarea difícil: con la intención de que experimentaran lo que es un embarazo, varones y mujeres debían colocarse una bolsa de un kilo de harina amarrada en la barriga y no quitársela durante una semana (ni para dormir). Él cumplió parte de su deber, pero al volver de la escuela en el transporte público –además de que no faltaban quienes lo miraban raro- el empaque comenzó a ceder, y un polvo blanco se expandió a su alrededor. Aunque no ocurrió lo más terrible, que sería la ruptura de la bolsa con el regadero de harina a unos metros a su redonda –lo que imagino que para la maestra sería semejante a un aborto-, cuando llegó a casa no pudo más y soltó un rosario de angustiosas preguntas. Con la intención de encontrarle algún sentido a la tarea, entablamos una charla sobre sexualidad, protección, enfermedades, sentimientos, y todas esas cosas que se supone que uno tiene mayor conocimiento –digo, es un decir, por supuesto erróneo-. La interrogante con que abrimos el intercambio fue: “¿sabes para qué la maestra les ha dado esa instrucción?”; su respuesta estuvo contundente: “para que sepamos que el embarazo es horrible”. Siguió una hora de palabras, pero me quedé pensando en la pedagogía detrás del ejercicio. Sin duda el tiro salió chueco. La semana siguiente, les toca una nueva labor: llevar una muñeca –un bebé- y atenderla por siete días (comprarle pañales con su dinero, cargarla por las calles, ocuparse de su ficticia alimentación, etc.). Espero que luego de la experiencia la conclusión no sea: “tener hijos es espantoso”. Habrá que esperar.

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