El escritorio de mi abuelo
Siempre
estaba cerrado con llave. Cuando
pasábamos por la puerta, los nietos acercábamos los ojos al vidrio catedral que
formaba parte de la misma, además de intentar mirar por la cerradura. Alguna vez de traviesos probábamos suerte y
ensayábamos abrir la chapa, pero por supuesto jamás teníamos éxito.
Mi
abuelo tenía buenas razones para custodiar su escritorio. La mesa central separaba su silla de la de
los visitantes. En la pared del fondo
estaban colgadas sus fotos, aquellas que formaban parte de su trayectoria
profesional: cadete, general, ministro, alcalde. Por supuesto una foto panorámica del Complejo
Deportivo The Strongest de Achumani, del cual fue el principal impulsor. Al lado derecho tenía un mueble especialmente
preparado para los cientos de diplomas recibidos durante varios años. Eran tantos que no se podían colgar en una
pared, así que se ideó una especie de cuaderno gigante de pared que permitiera
conservarlos y exhibirlos mejor. Luego
la biblioteca y los varios archivos.
Pero
lo que más atraía mi curiosidad era un magnífico estante de vidrio de dos
puertas. En la izquierda estaban sus
escopetas y sables propios de la carrera militar, y el espacio derecho tenía
varias repisas con pistolas de distintos tipos y medallas expuestas sobre
terciopelo azul. Por supuesto que siempre
que estuve ahí algún adulto me acompañaba y nunca me dejaron tocar nada.
Recuerdo
que una vez le pregunté si conocía el libro La
laguna H3 de Adolfo Costa du Rels. Entramos
juntos al enigmático escritorio, lo buscó en su biblioteca y me lo
entregó. Por supuesto que sabía de él,
no era sólo una novela sino un recuerdo de su participación en la Guerra del
Chaco.
Según
me contaron, el escritorio era el refugio de mi abuelo. Ahí tomó decisiones fundamentales sobre el
futuro de la nación con otros colegas –incluso le pasó la presidencia por las
manos-, tuvo reuniones políticas, deportivas y familiares. También ahí lloró la muerte de mi padre y se
encerró en distintas ocasiones a re-leer sus cartas. Ahora entiendo que era su espacio para la
intimidad.
Tarde
me arrepentí de no haberle pedido que me permitiera recorrer su escritorio, que
me enseñara sus diplomas, sus armas, sus medallas. Que me abriera el estante de vidrio, que me
relatara sus hazañas explicando cada imagen colgada en su pared. Pero me alegro de haberle tomado una foto
donde está sentado en su silla, mirándome desde su guarida tan cargada de
historia.
(Publicado en suplemento Ideas del periódico boliviano Página Siete, 17/02/2013)
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