Vida de ciudad 1
1. Agradezco la
generosidad de El Desacuerdo al ofrecerme este espacio. Escribir de
manera regular una columna implica compromiso y persistencia. Esto se llamará Vida
de ciudad, e intentará ser una ventana hacia experiencias personales de mi
recorrido vagabundo por la urbe. Y claro que no es nada
nuevo, desde Benjamin hasta De Certeau tienen pasajes deliciosos sobre sus
observaciones del tránsito urbano. Sin duda hay múltiples maneras de hacerlo,
pero en buena medida estas letras se nutren de la lectura de las columnas
periodísticas de Juan Villoro, Rafael Pérez Gay, y el inolvidable Jorge
Ibargüengoitia. Con ellos aprendí el valor de lo cotidiano, de los recuerdos,
de las observaciones redactadas en unos pocos párrafos de intensas emociones.
Por supuesto que la
experiencia vivida será la principal fuente que nutrirá este espacio, no en
desmedro del azar, la intuición, la sorpresa como imprescindibles compañeras
que me ayuden a pensar mejor. Escribo en un momento
en el que ando repensando mi quehacer sociológico, oficio que vengo practicando
hace más de veinte años. Emprendo una búsqueda -paralela a estas páginas- que
se podría llamar una sociología etnográfica, que repose en la observación y la
narración como herramientas fundamentales de la construcción de conocimiento.
De alguna manera aquí, la crónica y la etnografía estarán entrecruzadas en un
constante vaivén tejido con un lente sociológico.
2. Salgo a un recorrido
por la colonia La Condesa en la Ciudad de México. La situación es
extraordinaria, pues es de las pocas veces que estoy hospedado en un hotel.
Cuando llego a Av. Insurgentes y Obregón, un grupo de adolescentes,
notoriamente de origen popular, me piden tomarse una foto conmigo. Me explican
que se trata de una tarea de la escuela. Aunque me parece extraño, accedo por
la confianza que me generan. Se para una chica a mi lado mientras que los demás
sonríen y juegan: "abrázalo, deja tu refresco" -le dicen-, y me piden
que haga lo mismo -claro usteándome-. Cuando se alejan me pongo a pensar si
hice bien al acceder a la foto. Pero sobre todo me empiezan a invadir preguntas
paranoicas: ¿qué querrían en verdad esos muchachos? ¿No me habrán robado algo
-reviso mi mochila-? ¿Querrán extorsionarme? ¿O subir mi foto al internet con
alguna intención? En fin, se apodera de mí el típico sentimiento de miedo al
otro que genera esta ciudad, y entonces las preguntas cambian de orientación, y
se convierten en un tema más interesante: ¿por qué tenemos tanto miedo al otro?
¿Quién se encarga de alimentar nuestros temores? ¿Quién se beneficia de no
poder andar por la ciudad sin pensar que el otro transeúnte es un delincuente?
3. Entro a una de las
confiterías más glamourosas de la ciudad. Se llama “Maison Francaise
de Thé. Caravanserai”. Está en Avenida Obregón, al frente de la famosa Casa
Lamm, que es ahora un elegante restaurante y librería y donde se realizan
regularmente actividades culturales. El ambiente es muy agradable, música
especial, sillas y sillones cómodos y con mucha personalidad, ventanas amplias.
Me pido, claro, un té sofisticado. Al
frente mío hay una familia, a mi lado derecho dos parejas (una homosexual y la
otra heterosexual), y perpendicularmente una mujer sola concentrada leyendo.
Mientras tomo mi té, manteniendo la discreción y sobriedad que el lugar
amerita, voy leyendo en mi iPad un texto sobre antropología. Todo cuadra.
De pronto pasa por la
calle una chica conocida, la miro y me grita desde afuera
"Doctor Hugo, yo fui su alumna, pensé que estaba en Nueva York". Cierto
sólo estaba de vacaciones en el DF, ignoro cómo se enteró, imagino que es una
de mis amistades de Facebook. Sin poder guardar compostura, respondo: "estaba,
ahora estoy aquí". No se me ocurrió nada más inteligente. Por suerte se
despide rápidamente y sigue su camino, pero claro, todos los miembros de la
pequeña sala se enteraron parte de mi vida privada y mis circunstancias
inmediatas. Cosas de lo púbico y lo privado.
(Publicado en El Desacuerdo, N. 18, mayo 2014)
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