La historia de Carmela
Llegó, a ojo de buen cubero,
con 14 años encima a la finca de mi tío en Yungas, habrá sido a mediados de los
cuarenta del siglo pasado. Era de corta estatura y generoso volumen, morena,
cabello negro como sus ojos. Risueña, agradable e inteligente, se quedó a
trabajar en casa y no se separó de la familia hasta su muerte. No conocía su
historia, ignoraba todo dato de su pasado, así que decidió crearse una vida y
nutrirla con todo lo que se encontraba en el camino.
Empezó buscando un apellido.
Mi abuelo tenía un grupo con el que jugaba regularmente ajedrez en casa, todos
caballeros ilustres de la época; uno de ellos se llamaba Aurelio Calderón de la
Barca. Cuando Carmela escuchó el apellido, quedó encantada y decidió adoptarlo.
Ya tenía un nombre completo: Carmela Calderón de la Barca. Pero todavía
quedaban espacios libres para llenar un carnet de identidad. Supo que el
festejo de la Virgen del Carmen es el 16 de julio, además, día de La Paz; todo
cuadraba: tuvo fecha de nacimiento. Lo del año y demás detalles faltantes
fueron resueltos frente al notario del pueblo.
Carmela fue niñera cuando mi
madre era pequeña y luego pasó a ser empleada doméstica. Mi abuela tenía la
costumbre de enseñar a las sirvientas a nadar, bordar, leer y escribir. Carmela
fue muy buena alumna, aprendió todo menos las letras, por ello no podía leer
una receta, lo que no le impedía aprenderlas de memoria. Su proceso pedagógico
no reposaba en la libreta de anotaciones, sino en la experiencia, acuñó una máxima
que luego repetimos en la familia hasta el cansancio: “No me digas cómo hacer,
haremos”. Y claro, una vez aprendido el procedimiento, no se le olvidaba más.
En una ocasión, mis padres
discutían a puerta cerrada. Entró Carmela y subiendo el tono y con el dedo
índice alzado, se dirigió a mi padre: “No le vas a gritar, porque esta es una
niña, y a mi niña nadie le grita”. Desde entonces bajaban la voz cuando
discutían para impedir que volviera a intervenir.
Le gustaban las fiestas y
los alcoholes, cada que llegaba una celebración religiosa, desaparecía por tres
días y volvía con los ojos demacrados, mostrando el dejo de la fiesta. Y claro,
luego llegaban los hijos y Carmela no podía identificar con claridad al padre,
el cálculo era: si nace en febrero, fue la fiesta de tal Virgen; si es en
marzo, entonces es de otra.
Durante la dictadura, todos
dejamos mi casa de San Miguel por temor a que los paramilitares fueran a buscar
a mi padre y arrasaran con todo. Le pedimos a Carmela que también dejara el
domicilio porque no era seguro. Batalló, no quería separarse del hogar, tuvimos
que convencerla de la brutalidad del régimen. Aun así, en el tiempo que
estuvimos fuera, todos los días iba a ver si la casa seguía en pie.
Tuvo una relación estrecha
con mi abuela y mi madre –y de paso con nosotros-. Se trasladó a
Cochabamba a acompañar a su hijo. Un día se enfermó, fue al hospital y murió
pidiendo ver a “mi madrina de La Paz”. Nos enteramos tarde de la partida de
Carmela Calderón de la Barca, se fue con muchas historias, recuerdos y cariño.
Para terminar, ¿por qué
escribir sobre Carmela y no sobre el Museo de Evo Morales que ha llenado las
planas las últimas semanas? ¿Quién merece un museo? ¿El presidente en turno
preocupado por custodiar los regalos recibidos en sus años de gloria y presumir
las poleras con las que jugaba fútbol o las miles de Carmelas que son el
corazón de nuestro país?
Publicado en el Deber
12 /02/2017
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