Las réplicas del terremoto



Hugo José Suárez

1.      Son casi las doce de la noche del jueves 7 de septiembre. Intento dormir, mañana hay clases y mis niñas deben estar en pie temprano. Mi esposa me dice entre sueños: está temblando. No hago mucho caso, vivo en la Ciudad de México donde eso es cosa de todos los días. Sólo me quedo atento esperando a que pase. Pero no se va, crece. Me levanto, voy al dormitorio de mis hijas que están profundamente dormidas. Las despierto intentando no alarmarlas, y empezamos la evacuación.

Mientras nos desplazamos por el pasillo, los floreros colgantes de mi sala, uno rojo y otro azul, se tambalean chocando entre sí; el móvil colgado cerca de la puerta de entrada que eventualmente suena con el viento, ahora rechina pegando unas con otras cada una de sus partes. El mueble de madera resuena tronando los estantes y amenazando con tumbar las fotos. En cosa de segundos, mientras paso por mi living hacia afuera, mi espacio tan íntimo es amenazado.

Llegamos al estacionamiento que ya está lleno de vecinos. Una vez en la planta baja, veo que mis hijas no sacaron sus zapatones, dejé mi celular en mi mesa de noche y mi identificación oficial, no tomé la llave de la casa -dejamos la puerta abierta-. En suma, no seguí correctamente los protocolos de seguridad.

El lunes siguiente el órgano informativo de la UNAM trae en su portada una constatación científica que asusta: “En alerta permanente. México, altamente sísmico. Imposible predecir sismos. La recomendación es estar atentos”

2.      Martes 19 de septiembre, es un día especial. Toda la ciudad se prepara para el simulacro programado para las 11 de la mañana. Precisamente mi clase es de once a una, así que nos vemos con los estudiantes unos minutos antes en la explanada de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Todo sucede cual lo previsto, las brigadas, los responsables de seguridad, los anuncios, la sirena.

En cuanto acaba la sesión me dirijo a mi cubículo. Me siento, enciendo mi computadora, saco mis notas y súbitamente empieza a moverse todo. No es ascendente, es como un rayo, un látigo que no da concesión alguna. Tomo mi celular y billetera y salgo por el pasillo con muchas personas que hacen lo propio. La estructura se mueve y el bello ventanal desde donde se disfruta la puesta del sol cruje y se estremece mientras seguimos hacia el jardín.

Ya en el pasto recibo la llamada de mi esposa que, aterrorizada, me dice que está bien, que irá a la escuela de mis hijas. Desde ese momento empiezo a llamar frenéticamente a mi hija y al teléfono oficial del lugar donde estudia. Nadie responde. Insisto sin éxito lo que sólo hace crecer mi angustia. Hasta aquí, sin saber más noticias, me refugio en la certeza -luego dramáticamente refutada- de que Coyoacán, donde se ubica mi departamento y el colegio, es un lugar seguro. La ilusión me durará sólo unas horas más, cuando descubro que el terremoto tumbó edificios cercanos.

En cuanto llego a mi departamento mi hija mayor me conduce dirigiendo mi atención a los puntos neurálgicos que muestran el paso de temblor. Los cuadros desacomodados, los cajones abiertos, los adornos por el piso, los libros volteados. La jirafita de papel maché que vigila mi sueño en el estante encima de mi cama yace en el piso. Luego me entero que lo nuestro son daños insignificantes comparados con las pérdidas de los demás.

3.      Salgo con mi familia en la tarde a ver parte de nuestro entorno y navego cada que llega la frágil señal de internet. Me percato de lo horrible del evento, de la furia de la tierra. Cientos de muertos, decenas de inmuebles dañados y edificios colapsados. Las historias son escalofriantes: una amiga estuvo en un quinto piso en la colonia Condesa, una de las más afectadas, abrazada a un pilar preguntándose cuánto resistiría su construcción. Es el espanto. Todos tenemos miedo, no quiero separarme de los míos, como si yo pudiera hacer algo en caso de que vengan las réplicas. Entro a mi cuarto y me siento inseguro, ya no duermo bien, permanentemente me da la impresión que está temblando, cualquier mareo lo confundo con un temblor, ni bien suena una sirena la confundo con la alerta sísmica instalada en toda la ciudad.

Los días van pasando y la cotidianidad tímidamente se asoma por la ventana. La enorme solidaridad que primó en las calles va siendo remplazada por la agresividad de la ciudad de siempre. Explotan las miserias, sale a la luz que varios de los inmuebles caídos eran nuevos, que no se cumplieron los requerimientos oficiales de construcción, que hubo corrupción, que habrá demandas y juicios y, dicen, culpables. La autoridad informa que dará una magra compensación y ayuda a los damnificados. Queda cada vez más claro que además de un desastre natural, éste es el resultado de una decadencia humana y política, de la desatención, el engaño y la negligencia.

Vivo con miedo. Esto no se acaba, el drama de vivir en la Ciudad de México continúa, y continuará.



Publicado en el Diario el Deber. 08/10/17

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