Miedo. A propósito de It
Hugo José Suárez
Unas semanas atrás fui a
ver It (Muschietti, 2017). No fue mi
voluntad: resulta que mi hija de 13 años quería hacerlo y perdió ocasión para
ir con sus amigas. Ante la insistencia, no me quedó otra que acceder a la
solicitud y acudir al cine. Pero le advertí: “no me gustan las películas de
miedo porque me dan miedo; en los peores momentos, mi vista estará clavada en
la pantalla de mi celular consultando mi Face”. Ella sólo respondió: “no se te
ocurra taparme los ojos cuando haya una escena especial”. Las condiciones del
contrato estaban claras.
Durante una buena parte
de la película hice lo prometido, cerraba los ojos o los desviaba hacia mi
teléfono, mientras que ella no se perdió un minuto. Al final le pregunté si se
había asustado, me dijo que no. No entendía. Indagué qué película le había
causado miedo en los últimos años y me dijo, “¿así como cosita?”, “sí, miedo
pues” -insistí yo- “El orfanato”,
respondió. ¡No lo podía creer, ahí no hay sangre ni monstruos! “No”, argumentó,
“pero hay suspenso y angustia”.
Recordé aquella vez que
fui a ver Miss Peregrine y los niños
peculiares (Burton, 2016) con mis dos niñas. Yo estaba también aterrado arañando
mi butaca con tantas escenas brutales: los ojos salidos de algún personaje, dientes
vampirescos, cosas espantosas. Pero mis hijas ni se inmutaron, esa noche
durmieron como cualquier otra.
Me puse a pensar en lo
que provoca miedo, en cómo se lo construye socialmente. En mi generación (nací
en 1970), tal vez el filme más tenebroso fue El Exorcista (Friedkin, 1973), hasta el día de hoy no me he animado
a verlo -y menos en la noche-. Lo que sucede es que nuestra idea de la realidad
era diferente. Acudir a una proyección cinematográfica era un acontecimiento
ritualizado, se lo planeaba con antelación, y al pasar por la puerta de entrada
a la sala estábamos en otra dimensión.
La película creaba una
atmósfera única; estar ahí, era vivir la historia. Era fácil olvidar que todo
aquello era ficción, que los actores estaban haciendo su trabajo y que el
director iba a decir “¡corte!” en cualquier momento. Esa era la realidad, y por
lo que sentíamos todas las emociones intensamente (miedo, pasión, amor, heroísmo,
dolor). Por lo mismo, importábamos lo visto a nuestra vida cotidiana y no
podíamos dormir bien si el filme había sido de terror; en sentido contrario,
después de haber visto Grease con
John Travolta (1978), no pocos adolescentes copiaron el estilo de galán
norteamericano al caminar por San Miguel.
Para la actual joven
generación, la ficción no está tan alejada. El mundo de los videojuegos, el
internet, Youtube y tantas cosas más, provocan que los niños puedan transitar
por la fantasía y volver a la realidad sin mediación. Eso cambia la idea de la
vida, de la muerte, de lo posible y lo imposible, en suma, de lo real. Varias
películas -como Matrix, por ejemplo,
pero hay más- han puesto el tema sobre la mesa. Es cada vez más fino el velo de
la realidad y la ficción.
Claro que esto tiene su
lado oscuro. Recuerdo que en una de las tantas guerras de Estados Unidos en
Medio Oriente, un piloto norteamericano que bombardeaba escuelas y hospitales
en Irak decía que creía estar jugando videojuegos. La facilidad del ingreso a
la virtualidad como el Face, hace que uno pueda escribir cualquier comentario,
agresivo, irresponsable y destructor sin sentir la menor culpa o
responsabilidad. Como si aquello fuera una situación paralela sin vínculo con
la vida ordinaria.
La tecnología está
empeñada en construir una “realidad virtual”, aunque los sentimientos ahí no
funcionen igual. Por lo pronto, a mí me da tanto miedo ver una película macabra
como abrir el periódico. Cosas de mi generación.
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